DERECHO A LA EMPRESA: Una manera de volverse rico es volverse empresario, pensar como empresario, actuar como empresario: SER EMPRESARIO, es decir, SER UN GANADOR
   
  DERECHO A LA EMPRESA
  DERECHO CONSTITUCIONAL "Yo soy el Derecho"
 

'YO' EL FUNDAMENTO"
DERECHO CONSTITUCIONAL

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"YO SOY EL FUNDAMENTO"
DERECHO CONSTITUCIONAL


DERECHO CONSTITUCIONAL

 

Abog. Alex R. Zambrano Torres

 

 

INTRODUCCIÓN

 

 

En el corazón de todo el Derecho está el Derecho Constitucional, y como el corazón, es aquella que posibilita la vida del ser humano en sociedad. El Derecho Constitucional es pues el corazón de la sociedad organizada jurídicamente.

 

La característica fundamental del Derecho Constitucional es la supremacía de la misma. Se trata de la propia regulación general de toda la sociedad. ES decir, allí se encuentran los métodos de regulación superior y jerárquica.

 

Se trata, pues, de la regulación de la sociedad, desde un referente racional, desde un grado o el grado jerárquico denominado Constitución.

 

Humberto Henriquez Franco escribe:  “Marcel Prélot, (...), a partir de su finalidad define al Derecho constitucional como la ‘ciencia de las reglas jurídicas según las cuales se establece, se ejerce y transmite el poder político’. Mirkine-Guetzévich,(...) lo define como ‘una técnica de la libertad’.” [1]

 

Las definiciones dadas inciden en el factor político. Es decir, que se trata de la regulación de los fenómenos políticos. Y un fenómeno es político cuando se trata de poder. Lo que se regula es pues el poder, la concentración de este poder. Este parece estar dentro de una categoría social. ¿cuál es este centro, esta categoría del poder, que se pretende regular? Pues, en un Estado moderno, en una sociedad moderna se trata del poder político concentrado en un instrumento racional, es decir, en la Constitución. La Constitución es, pues, el eje del poder. Y porqué la Constitución? Porque este constituye un eje racional de concentración del poder.

 

El Derecho Constitucional trata pues de la regulación del poder, y de las relaciones que surgen de este poder, pero regulación jurídica de este poder, de este fenómeno político. Por eso el Estado es, según Francisco Ruiz de Castilla Ponce de León, poder, pero poder regulado por el derecho. Y por eso el Derecho Constitucional es regulación jurídica del poder, de la relación resultante de la existencia del poder, del poder concentrado o monopolizado por el Estado.

 

El Derecho constitucional es pues así un método que articula y norma  las dimensiones diversas en que se presenta el poder. Pero es también un medio de establecimiento, ejercicio y transmisión del poder político.  Y es la regulación de este poder lo que permite la libertad, por eso el Derecho Constitucional ha sido definido como “técnica de la libertad”, como instrumento para conseguir, perpetuar y ejercer la libertad.

 

 

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Se trata, pues, de la regulación de la sociedad, desde un referente racional, desde un grado o el grado jerárquico denominado Constitución.

 

Humberto Henriquez Franco escribe:  “Marcel Prélot, (...), a partir de su finalidad define al Derecho constitucional como la ‘ciencia de las reglas jurídicas según las cuales se establece, se ejerce y transmite el poder político’. Mirkine-Guetzévich,(...) lo define como ‘una técnica de la libertad’.” [1]

 

Las definiciones dadas inciden en el factor político. Es decir, que se trata de la regulación de los fenómenos políticos. Y un fenómeno es político cuando se trata de poder. Lo que se regula es pues el poder, la concentración de este poder. Este parece estar dentro de una categoría social. ¿cuál es este centro, esta categoría del poder, que se pretende regular? Pues, en un Estado moderno, en una sociedad moderna se trata del poder político concentrado en un instrumento racional, es decir, en la Constitución. La Constitución es, pues, el eje del poder. Y porqué la Constitución? Porque este constituye un eje racional de concentración del poder.

 

El Derecho Constitucional trata pues de la regulación del poder, y de las relaciones que surgen de este poder, pero regulación jurídica de este poder, de este fenómeno político. Por eso el Estado es, según Francisco Ruiz de Castilla Ponce de León, poder, pero poder regulado por el derecho. Y por eso el Derecho Constitucional es regulación jurídica del poder, de la relación resultante de la existencia del poder, del poder concentrado o monopolizado por el Estado.

 

El Derecho constitucional es pues así un método que articula y norma  las dimensiones diversas en que se presenta el poder. Pero es también un medio de establecimiento, ejercicio y transmisión del poder político.  Y es la regulación de este poder lo que permite la libertad, por eso el Derecho Constitucional ha sido definido como “técnica de la libertad”, como instrumento para conseguir, perpetuar y ejercer la libertad.

 

 

I.- CONCEPTO DEL DERECHO CONSTITUCIONAL

 

“Derecho constitucional es aquel sistema conceptual y normativo, que como disciplina jurídica, estudia los fundamentos esenciales de la organización política jurídica del estado o la sociedad.”

 

Al decir de Maurice Duverger, "El Derecho Constitucional estudia las instituciones políticas desde un ángulo jurídico." (CARRUITERO LECCA, Francisco. SOSA MESTA, Hugo. Ediciones BGL. Primera edición: Setiembre 2003. Pp. 19.)



[1] Henriquez Franco, Humberto. Derecho Constitucional. Editora FECAT. Pp. 13.







UNA  CONSTITUCIÓN  IDEAL

 

Friedrich  A.  Hayek.

 

 

 

 

En material constitucional y de gobierno conviene siempre conocer lo más perfecto para poder ir aproximando a ese ideal las instituciones existentes, introduciendo, sin embargo, en todo momento, cualquier innovación, de manera tan paulatina que no se cause excesivo trastorno a la sociedad. David  Hume [1]

 

El  Equivocado enfoque dado a las instituciones representativas

 

A la luz de la experiencia desde entonces obtenida, ¿ cómo cabe hoy contribuir mejor a que lleguen a materializarse los propósitos que, hace casi doscientos años, inspiraron a los padres de la Constitución americana en sus intentos de levantar a los apuntados efectos un deliberado esquema institucional  ? Porque, aun cuando los fines perseguidos sigan siendo los mismos, los resultados tanto de aquel  gran experimento como de sus numerosas imitaciones encierran para nosotros elocuentes enseñanzas. Sabemos, en efecto, ahora, por qué se vieron defraudadas las esperanzas puestas en la idea de que, a través de aquellos modelos constitucionales, se lograría de manera eficaz limitar la incidencia del poder gubernamental. Creyeron sus autores que, por la vía de la separación de poderes entre los órganos legislativo, ejecutivo y judicial, gobernantes y ciudadanos quedarían en igual medida sometidos a un único esquema normativo general. Difícilmente pudieron prever que, al  concedérsele también al órgano legislativo la responsabilidad del que hacer gubernamental, la tarea de elaborar las normas de conducta y la de dirigir las específicas cuestiones de gobierno llegarían a confundirse hasta extremos tales que el término LEY  dejaría de hacer únicamente referencial a ese conjunto de normas generales de conducta cuya existencia impide la incidencia de la arbitraria coerción. No llegó a lograrse, por tal motivo, la deseada separación de poderes, surgiendo, por el contrario, en su lugar,  en los Estados Unidos, un sistema político en virtud del cual, a menudo en  detrimento de la eficacia, el cuidado de las cuestiones de gobierno quedó escindido entre el Ejecutivo y la Asamblea de Representantes, instituciones que, al ser elegidas según principios diferentes y en momentos también dispares, con frecuencia han provocado indudable conflicto de competencias.

 

Ha quedado ya consignado que la convivencia de que tanto la función relativa a la elaboración de normas generales de la conducta como la relacionada con la gestión de los asuntos de gobierno queden en manos de asambleas representativas en modo alguno implica que una y otra responsabilidad  deban coincidir en un mismo organismo. De hecho, a lo largo del desarrollo histórico  experimentado por las instituciones representativas, existió una fase previa que quizá sugiera una solución alternativa. El control de la gestión de gobierno se basó inicialmente, en efecto, en la vigilancia y limitación del volumen total del ingreso público. En Gran Bretaña, en virtud de una evolución histórica  iniciada a finales del siglo XIV , esa gestión fiscalizadora fue poco a poco pasando a manos de la  Cámara de los Comunes. Y cuando, a finales del siglo XVII,  el exclusivo control de la citada Cámara sobre la función recaudadora recibió el definitivo respaldo de la de los Lores, este último órgano, en su calidad de asamblea suprema, retuvo para sí la tarea de  estructurar la  Common  Law.  ¿ No habría sido lógico que, al concedérsele a la primera de las citadas Cámaras el monopolio de la gestión de gobierno, la segunda hubiera retenido para sí, también de manera exclusiva, la responsabilidad de desarrollar legislativamente el esquema general normativo ?.

 

Ello, sin embargo, no fue posible en  la medida en que la Cámara Alta siguió representando los concretos intereses de un reducido y privilegiado estamento social. Ahora bien, una división funcional y no clasista de las aludidas competencias podría haber adjudicado a la Cámara de los Comunes la responsabilidad tanto de la gestión pública como de la administración de los medios económicos puestos a disposición del gobierno, quedando, sin embargo, dicha cámara únicamente autorizada a hacer uso de la coerción dentro de los límites establecidos por la normativa general emanada de la de los Lores. Con tales supuestos, la de los Comunes  habría podido libremente organizar, como queda dicho, todo  lo relativo a la gestión pública. Ahora bien, aunque habría podido dictar cuantas normas hubiera considerado convenientes en orden a orientar debidamente la conducta de sus funcionarios, ni ella ni éstos hubieran podido ejercer coacción alguna sobre el ciudadano normal, excepción hecha de aquello que el obligado sometimiento de todos a las normas establecidas o refrendadas por la Cámara Alta  pudiera haber exigido.  En tales condiciones, hubiera resultado lógico encomendar la solución de los problemas de gobierno a los criterios sustentados por la mayoría, expresada esta a través de la Cámara Baja.  Un gobierno del tipo aludido, sin embargo, en sus relaciones con el ciudadano normal en todo momento hubiese estado sometido a exigencias normativas que no habría podido alterar en beneficio del más eficaz logro de alguna concreta apetencia. La mencionada separación de competencias habría generado poco a poco una clara distinción entre el contenido de las normas generales de conducta y el correspondiente a las directrices establecidas por el gobierno.  Pronto se habría advertido la necesidad de recurrir a algún tribunal superior capaz de dirimir los conflictos surgidos entre una y otra de las citadas asambleas representativas, lo que, a su vez, habría dado lugar a una todavía más nítida distinción conceptual entre las normas del Derecho Privado ( incluido el penal) y las de Derecho Público, normas todas ellas que hoy entre sí se confunden bajo el común apelativo de LEY.

 

La coincidencia de tareas tan diferentes en una única asamblea parlamentaria, por el contrario, ha dotado cada vez  de mayor vaguedad a los conceptos de referencia. Hemos visto ya cuán difícil resulta establecer en este aspecto, incluso a nivel del más moderno pensamiento jurídico, las oportunas distinciones. Una satisfactoria solución al problema quizá exija una más profunda comprensión de toda esta temática. Tal ha sido, sin embargo, la mecánica según la cual ha ido avanzando siempre la ciencia jurídica.

 

Acerca de las ventajas que el hecho de disponer de una Constitución ideal puede proporcionar

 

Admitido el supuesto de que es posible distinguir nítidamente entre las dos clases de normas que hoy quedan englobadas bajo la común denominación de ley, y partiendo siempre de la idea de que se considere que tanto la función legislativa –en el sentido estricto del término-como la gubernamental deben ser abordadas por vías democráticas, es posible establecer con mayor precisión aún la distinción que nos ocupa, procediendo a describir con cierto detalle algún esquema constitucional que garantice una verdadera separación de poderes entre las aludidas instituciones representativas. Al  presentar las propuestas que subsiguen no es mi propósito establecer un esquema constitucional que deba ser aplicado a la realidad presente. No intento sugerir que países que hoy disponen de una firme tradición constitucional deban sustituir sus esquemas de gobierno por otros más compatibles con el modelo aquí propuesto. Ahora bien, dejando aparte el hecho de que los principios generales a los que en las  páginas anteriores hemos hecho referencia han de quedar sin duda mejor difundidos si intentamos  teóricamente describir una Constitución que sea capaz de enmarcarlos, en mi opinión, otras dos razones justifican tal esfuerzo.

 

Pocos son los países, en primer lugar, que han tenido la suerte de disponer de una enraizada tradición constitucional. Excepción hecha del mundo de habla inglesa, es probable que sólo Suiza y alguna pequeña nación de la Europa septentrional puedan legítimamente presumir de tal condición. La mayor parte de las restantes comunidades nacionales no han logrado nunca mantener vigente por suficiente espacio de tiempo un sistema constitucional como para que el mismo haya podido verdaderamente arraigar en el espíritu de las gentes. Muchos, incluso, carecen de ese conjunto de hábitos y opiniones que, en pueblos más afortunados, han permitido el correcto funcionamiento de esquemas constitucionales que quizá nunca tomaron forma explícita y que en ciertos casos ni siquiera llegaron  a adoptar forma escrita. Todo esto es aún más cierto de esas nuevas naciones que, carentes de hábitos y tradiciones que ni remotamente cabe asimilar a esos otros cuya existencia el ideal del Estado de Derecho  presupone, han procedido a adoptar, sin embargo, el modelo democrático.

 

Para que esas adecuaciones constitucionales no aboquen al fracaso, es necesario que muchos  de los  supuestos  que, por haber sido tácitamente admitidos en el mundo occidental, han impedido el abuso del poder queden incorporados a los  esquemas constitucionales de esas nuevas democracias. El que el éxito hasta ahora no haya coronado parte de los intentos encaminados a introducir en esos otros países los métodos democráticos no implica que ello no sea viable, pone simplemente de manifiesto que los buenos resultados logrados por las instituciones que durante cierto tiempo funcionaron aceptablemente en Occidente presuponen la aceptación de unos principios que allí gozaron de general respaldo, principios que, sin embargo, deben formar parte de los correspondientes textos constitucionales en aquellos casos en los que no disponen de general aceptación. Nada nos autoriza a suponer que las específicas formas democráticas que entre nosotros han funcionado satisfactoriamente tengan necesariamente que producir análogos resultados positivos en otros contextos sociales, La experiencia,  por el contrario, más bien parece negar al citado supuesto. Sobradas razones aconsejan, por lo tanto, que procedamos a indagar acerca de cómo se puede más adecuadamente incluir en los correspondientes textos constitucionales aquellos conceptos cuya validez presuponen  las instituciones representativas occidentales.

 

Los principios de referencia tienen también importancia fundamental en lo que se refiere a los intentos que hoy se realizan en orden a crear nuevas instituciones de ámbito supranacional. Aunque adquiera cada vez más extendida aceptación la idea de que, en los momentos actuales, resulta posible estructurar un orden jurídico internacional, es dudoso que quepa o convenga abordar la creación de órganos de gobierno de carácter supranacional cuyo papel exceda la simple prestación de determinados servicios concretos. Si algo debiera a todos resultar evidente es que, para que el éxito  llegue a coronar el aludido esfuerzo y las nuevas instituciones supranacionales puedan llegar a sernos de alguna utilidad, esa superior autoridad quizá deba por el momento limitar sus esfuerzos a impedir que las naciones entre sí se causen daño, inhibiéndose de todo intento de exigir que los correspondientes gobiernos asuman concretos comportamientos. Mucha de la resistencia que comprensiblemente levanta hoy entre las gentes la idea de que hayan de quedar sometidos al dictado de una organización internacional desaparecería en la medida en que se tuviera la seguridad de que las normas emanadas de esa nueva autoridad estarían en todo momento limitadas al objetivo de impedir que tanto los Estados miembros como sus ciudadanos asumiesen determinados tipos de lesivo comportamiento. A tal objeto, sin embargo, será necesario arbitrar algún método que permita separar eficazmente las funciones legislativas – en el sentido que al término atribuían quienes creyeron en el principio de la separación de poderes – de aquellas otras que únicamente hacen referencia a la gestión de la cosa pública.

 

Principios Básicos

 

La cláusula crucial de nuestra constitución ideal establecería que, excepción hecha de la incidencia de circunstancias anormales –que deberían desde luego quedar claramente establecidas -, el ciudadano sólo se vería obligado a hacer algo en la medida en que así lo especificara alguna norma que, además de ser general, estuviera orientada a garantizar la inviolabilidad de las correspondientes esferas individuales. Sería también condición fundamental que el esquema normativo así establecido sólo pudiera ser modificado por esa asamblea que venimos denominando legislativa. Esta institución, a su vez, normalmente, sólo estaría autorizada a actuar en la medida en que, dando prueba de la rectitud de sus intenciones, se aviniese a establecer sólo normas de carácter general aplicables a un indeterminado numero de casos futuros y a renunciar a toda jurisdicción sobre cualquier concreta aplicación de las mismas. Comprendería asimismo la cláusula básica una adecuada definición de lo que debiera ser considerado ley en el estricto sentido al que alude el concepto de nomos, al objeto de que algún tribunal pudiera decidir acerca de si, en cada concreta decisión de la asamblea legislativa, concurrirían o no las aludidas características.

 

Tal definición, sin embargo, como ha quedado ya señalado, no podría basarse sólo en criterios de carácter lógico.  Sería necesario también que las normas de referencia sin apuntar al logro de la finalidad concreta alguna, fueran susceptibles de aplicación a un número indeterminado de casos futuros en los que abrían de concurrir circunstancias hoy ignoradas, facilitándose así la estructuración y conservación de un orden abstracto cuyo contenido también resultaría imprevisible.  Quedaría asimismo excluida la posibilidad de establecer cualquier disposición legal que afectara sólo a concretos e identificables individuos o grupos.  Y debería, finalmente, quedar también especificada la condición de que, aun cuando la evolución de las existentes normas de conducta fuera competencia exclusiva de la asamblea legislativa, el contenido básico de las mismas debería en todo momento reflejar, no sólo las disposiciones dictadas por pretéritas legislaturas, sino también aquellos otros criterios que, aunque todavía no estuvieran plenamente articulados, se encontraran ya implícitamente contenidos en el espíritu de pretéritas decisiones, siendo en todo momento misión de los tribunales la articulación de los mismos.

 

Mediante la aludida cláusula maestra, claro está,  no se intentaría concretar cuáles deberían ser las específicas funciones del gobierno, pretenderíase únicamente limitar su poder coercitivo. Y aunque, a su amparo, se establecieran restricciones en relación con los medios que el poder  público podría lícitamente utilizar para asegurar la satisfacción de algunas de las necesidades ciudadanas, no se fijaría límite alguno al contenido de los correspondientes servicios. Volveremos a ocuparnos de  estos temas cuando abordemos el estudio de las funciones que a esa segunda institución representativa que denominamos asamblea gubernamental deben corresponder.

 

Un esquema como el apuntado garantizaría al ciudadano medio un grado de autonomía muy superior al que las tradicionales “Tablas de Derecho” le han otorgado hasta ahora, por lo que resultaría innecesario hacer referencia a un conjunto de derechos fundamentales. Resultará más evidente cuando queda consignado en la medida en que se reflexione en torno al hecho de que ninguno de los tradicionales derechos (los que hacen referencia, por ejemplo, a la libertad de expresión, información, religión, reunión, o a la inviolabilidad del hogar o de la correspondencia) pueden ser absolutos.  Obligadamente están siempre los mismos supeditados a aquellos extremos que la normativa jurídica de carácter general establezca.  No cabe interpretar que la libertad de expresión, por ejemplo,  autorice a nadie a difamar, engañar, incitar al crimen o a provocar el  pánico por vía de la difusión de una falsa alarma.  Los derechos de referencia siempre han de quedar sometidos a  “lo que la ley disponga “.  Ahora bien, frente al “ poder legislativo “ estas salvaguardias serán siempre totalmente inefectivas, a no ser que por la ley se entienda, no cualquier decisión adoptada por la correspondiente cámara, sino únicamente aquellas que constituyan ley en el específico sentido al que aquí se ha hecho constante referencia.

 

Ni los derechos fundamentales que tradicionalmente han integrado las  “Tablas de Derechos” son los únicos que, en aras de la libertad, merecen protección, ni cabe enumerar de modo exhaustivo el conjunto de derechos cuyo respecto permita garantizar la libertad individual. Aunque, como ya se ha dicho, carece de fundamento todo intento de ampliar el concepto de derecho a aquellos otros que hoy reciben el calificativo de económicos y sociales (véase  a este respecto lo consignado en el apéndice al capítulo IX ), la libertad individual puede ser ejercida de otras muchas maneras sin duda tan merecedoras de protección como aquellas que mediante las existentes Declaraciones de Derechos Humanos se ha pretendido hasta ahora salvaguardar.  Las citadas enumeraciones suelen hacer referencia a derechos cuya salvaguardia, en concretos contextos históricos, llegó a ser considerada imprescindible para el buen funcionamiento de la democracia.  Ahora bien, la especial protección otorgada a tales específicos derechos encierran el peligro de que, en relación con otras materias, el gobierno puede considerarse autorizado a hacer uso arbitrario de la coerción.

 

Las apuntadas razones contribuyen a ilustrar por qué  los padres de la Constitución norteamericana se negaron a establecer una  “Tabla de Derechos “, y por que cuando finalmente, tal documento fue redactado, se dispuso, a través de la excesivamente olvidada Novena Enmienda, que  “la enumeración de ciertos derechos constitucionales nunca debe ser interpretada como denegación o menoscabo de aquellos otros que también al pueblo corresponden “. La enumeración de una serie de derechos que se extiende deben quedar a salvo de violación “excepto en lo que la ley establezca “ puede inducir a algunos a suponer que, libre de toda norma, el legislador quede autorizado a restringir, en otros aspectos, la libertad individual.  La extensión del término ley a cualquier tipo de medida legislativa ha eliminado posteriormente  incluso esa salvedad. Lo cierto es, sin embargo, que la Constitución sólo pretenda impedir que el legislador pueda arbitrariamente restringir la libertad individual. Por ello, como ha puesto de relieve un distinguido jurista helvético, la evolución técnica puede dar lugar a que, en el futuro, resulte necesario salvaguardar libertades que quizá sean igual o más importantes que aquellas otras que tradicionalmente los derechos fundamentales han intentado proteger.

 

A través de estos últimos no se pretende garantizar otra cosa que la libertad individual, interpretada ésta como ausencia de arbitraria coerción. A la coacción, a tales efectos, sólo se debe recurrir para exigir la sumisión de todos a las normas generales orientadas a  asegurar la integridad de las  correspondientes esferas de autonomía individual o bien para arbitrar los medios exigidos por la prestación, por parte del gobierno, de un conjunto de específicos servicios. Puesto que todo ello implica que al individuo sólo deban estarle prohibidos aquellos comportamientos que impliquen violación de las esferas autonómicas de sus semejantes, el ciudadano deberá libremente poder asumir cuantos comportamientos afecten sólo a su propia esfera personal, o bien a las correspondientes a aquellas otras personas que, de manera responsable, a ello hayan dado su libre consentimiento. El individuo podrá disfrutar, por tales vías, del mayor grado de libertad que cualquier otro político pueda proporcionarle. Cuestión distinta –a al que más adelante dedicaremos nuestra atención – es si esa libertad debe quedar transitoriamente suspendida cuando las instituciones destinadas a garantizarla se vean amenazadas o bien cuando así lo exija la eliminación de cualquier otro peligro que de manera fundamental amenace la sociedad y que sólo pueda ser conjurado a través de la puesta de algún esfuerzo colectivo.

 

Las  diferentes  funciones  que  a  las  dos  asambleas  representativas  deben  corresponder

 

La idea de que el  dictado de las normas de conducta de carácter general debe quedar confiado a una asamblea representativa capaz de operar con independencia del órgano gubernamental tiene sus antecedentes históricos. Algo semejante pretendieron seguramente los habitantes de Atenas cuando decidieron conferir a los nomothetae –un cuerpo parlamentario independiente- la exclusiva potestad de alterar el contenido del  nomos.  Dado que el citado vocablo es prácticamente el único que ha logrado conservar su prístino significado, que hace alusión al “conjunto de normas generales de conducta”, y dado que el término  nomothetae  surgió de nuevo en un parecido contexto en la Inglaterra del siglo XVII (y a él hiciera referencia también J.S. Mill), resulta justificado su empleo para denominar ese órgano asambleario que, dotado de potestades meramente legislativas, fue lo que pretendieron plasmar tanto los partidarios de la separación de poderes como los  teóricos del Estado de Derecho. Sólo así lograremos distinguirla de este segundo órgano de gobierno que denominamos asamblea gubernamental.

 

Es evidente, sin embargo, que una asamblea  legislativa independiente sólo podrá controlar eficazmente las decisiones adoptadas por la gubernamental en la medida en que su composición difiera de la de ésta.  Ello exige que sus miembros sean elegidos según una alternativa mecánica electoral y que lo sean por períodos de tiempo diferentes.  Si la composición de esas dos asambleas refleja una similar incidencia relativa de cada uno de los grupos sociales implicados ( y especialmente de los correspondientes partidos políticos ), es evidente que el órgano legislativo se limitará a establecer aquellas leyes que el poder gubernamental juzgue que en mayor medida contribuyan al logro de sus particulares pretensiones, con lo que todo sucedería como si de una sola asamblea se tratara.

 

La diversidad de las tareas que a cada una de ellas corresponde aconseja también que cada asamblea recoja, en diferentes aspectos, los criterios sustentados por el cuerpo electoral. Por lo que se refiere a las cuestiones de gobierno, parece deseable  que se intente recoger el conjunto de concretas pretensiones compartidas por los ciudadanos en materia relativa al logro de ciertos objetivos concretos.  En este aspecto debe concederse prioridad, por lo tanto, a los diferentes intereses  en juego.  En lo que atañe a la función de gobierno, por otra parte,  lo que se precisa es estructurar una mayoría que,  comprometida al logro de un determinado programa, sea  “capaz de gobernar “. La auténtica tarea legislativa, por el contrario, exige que, dejando al margen los concretos intereses de las distintas personas o grupos involucrados, se intente recoger la opinión general en cuanto a cuáles sean en cada momento los tipos de comportamiento que procede considerar aceptables o rechazables. No debe tal órgano ser cauce propiciador de un conjunto de particulares intereses, sino fuente de orientación reveladora de cuál sea la normativa que deba prevalecer, cualquiera que sea la  repercusión que circunstancialmente pueda tener sobre ciertos individuos o grupos.  Es lo más probable que, según se trate de asegurar el logro de los particulares intereses o garantizar el respeto a la justicia, las gentes elijan como portavoces a personas diferentes.  La eficaz realización de la primera de las citadas tareas requiere, en efecto, cualidades que ninguna relación tienen con  la integridad, prudencia y capacidad de discernimiento que tradicionalmente han sido exigidas de quienes deben ocupares de la segunda de las mencionadas responsabilidades.

 

El sistema de periódica renovación de la totalidad de los miembros de la asamblea es adecuado porque induce  a los representantes a ser más sensibles a la evolución de la opinión del electorado, obligándoles también a ingresar en los correspondientes partidos políticos, con los que quedan comprometidos en la defensa de los intereses y programas concretos, ya que sólo sometiéndose a la disciplina de los partidos puede el representante político contar con su apoyo.

 

No es razonable esperar que en los miembros de una asamblea parlamentaria sensibilizada a la idea de que deben velar por los intereses de sus electores vayan a coincidir las cualidades humanas que los teóricos de la democracia atribuían a quienes debieran representar una muestra fidedigna de la opinión popular. Tal realidad, sin embargo, en modo alguno implica que, en la medida en que se solicite de las masas la elección de representantes a quienes les esté vedada la posibilidad de otorgar concretos favores o prebendas, no vayan aquéllas a ser capaces de seleccionar a hombres cuyo criterio merezca su confianza, sobre todo si la elección se realiza entre personas que, en el desarrollo del cotidiano quehacer, hayan alcanzado una buena reputación.

 

Parece, pues, conveniente encomendar la labor legislativa propiamente dicha a una asamblea de hombres y mujeres elegidos para la función pública a una edad relativamente madura y por un período de tiempo suficientemente dilatado, quince años por ejemplo. Lograríase con ello que las personas elegidas no tuvieran necesidad de preocuparse por su elección. Para mantener a estos hombres y mujeres inmunes por completo a la influencia de los partidos, además de no ser reelegibles, no deberían tampoco verse en la necesidad, finalizando su mandato, de ganarse su sustento, lo que cabría conseguir habiendo que finalizada su labor legislativa, se les asignara un cargo honorífico similar al que en la actualidad representan los lay judges  norteamericanos. De tal manera, repetimos,  durante el período legislativo, no se verían los elegidos obligados a solicitar el apoyo de los partidos, ni tendrían tampoco por qué preocuparse de los aspectos materiales de su futuro. Para garantizar el más adecuado logro de los objetivos apuntados sólo deberían ser elegibles para la cámara legislativa quienes en su vida privada hubiesen puesto suficientemente de relieve su nivel de competencia. Para evitar, sin embargo, que la asamblea se convirtiese en un sanedrín de ancianos y atendiendo la voz de la experiencia, que apunta que nadie mejor que nuestros propios contemporáneos es capaz de juzgar nuestro comportamiento, cada grupo de coetáneos elegirían por una sola vez a lo largo de sus vidas  (por ejemplo, cuando todos alcanzasen la edad de 45  años ), entre los de su propia generación, a aquellos a quienes correspondería la responsabilidad de ocupar durante los quince años siguientes un escaño en la asamblea legislativa.

 

Quedaría establecido un cuerpo legislativo compuesto por hombres y mujeres comprendidos entre las edades de cuarenta y cinco y sesenta años, órgano que sería anualmente renovado en una quinceava parte.  El colectivo de tal manera establecido representaría a un sector de la población integrado por gentes de cierta experiencia, a quienes, sin embargo, correspondería vivir todavía los mejores años de su vida.  Conviene subrayar que, aunque en la apuntada asamblea no estarían representados los ciudadanos de menos de cuarenta y cinco años, la edad media de sus miembros sería de cincuenta y dos y medio, cifra inferior desde luego a la medida que a las asambleas actuales corresponde, y ello incluso en el supuesto de que la proporción de gentes de mayor edad se mantuviese constante porque sin demora se sustituyese a quienes dejaran sus  puestos vacantes por muerte o enfermedad,  lo que, en condiciones normales, seguramente no sería necesario, dado que sólo redundaría en un incremento de la influencia de gentes con menor experiencia en el ejercicio de la labor legislativa.

 

Adicionales salvaguardias garantizarían la total independencia de este colectivo de nomothetae frente a los intereses de grupo. Quienes hubiesen formado parte de la asamblea gubernamental o militado en algún partido político podrían, a tales efectos, ser considerados no elegibles para el desempeño de la función legislativa, y aunque muchos de los miembros de la asamblea siguieran manteniendo contacto con uno u otro partido, escasos serían los alicientes que podrían inducirles a someterse a las correspondientes jerarquías.

 

Los miembros de la asamblea legislativa sólo podrían ser apartados de sus cargos en el supuesto de flagrante negligencia. Tal decisión dependería siempre de sus propios compañeros, actuales o pretéritos, aplicándose al efecto principios similares a los utilizados hoy a nivel de la magistratura judicial. La concesión, terminado su mandato, y hasta su jubilación retribuida a los sesenta o setenta años, de un puesto digno ( cual pudiera ser el de miembro auxiliar de los tribunales), contribuiría también a reforzar fundamentalmente su independencia. El correspondiente nivel retributivo podría quedar equiparado constitucionalmente a determinado porcentaje del ingreso medio percibido, por ejemplo, por los veinte mejor remunerados puestos del escalafón público.

 

Seguramente, dentro de cada grupo de edad el acceso al cargo legislativo llegaría por tales vías a ser considerado como una especie de puesto de honor sólo accesible a quienes en mayor medida fueran considerados por sus semejantes dignos de respeto. El reducido número de integrantes de la asamblea legislativa haría que anualmente fueran  pocos quienes de hecho accedieran a tales cargos.

 

Por ello, quizá resultara aconsejable recurrir a un sistema indirecto de elección, es decir, a que únicamente a través de los correspondientes delegados regionales se pudiera elegir a los nuevos representantes.  Sería éste un factor más que, sin duda, también contribuiría a que cada distrito electoral eligiese únicamente a gentes con las mayores posibilidades de ser elegidas en la segunda vuelta.

 

Puede pensarse quizá, a primera vista,  que esta asamblea, dotada de potestades meramente legislativas, no tendría excesivo trabajo. El desarrollo de las tareas hasta  ahora en ella encomendadas (la constante revisión del contenido del Derecho Civil, en cuyo ámbito procede incluir el Mercantil y el Penal) exigiría, desde luego, únicamente un intermitente esfuerzo por parte del legislador. Difícilmente podría tal labor proporcionar suficiente nivel de ocupación a un grupo de personas dotadas de tan excepcionales cualidades. Esta primera impresión resulta, sin embargo, engañosa. Aunque en aras de una mayor claridad expositiva sólo hayamos hecho hasta ahora referencia a las cuestiones relacionadas con los Derechos Civil y Penal, no debe olvidarse que correspondería también a esta cámara la responsabilidad de sancionar la introducción de cualquier otra norma general de conducta. Aunque a lo largo de este ensayo apenas se haya abordado el examen de estos otros aspectos del esfuerzo normativo, ha quedado repetidamente señalado que un esquema d la apuntada especie debe incluir también, aparte de toda la temática fiscal, todo ese otro conjunto de preceptos que hace referencia a la seguridad en el trabajo, a cuestiones sanitarias, a las normas de calidad aplicables a las industrias manufactureras o de la construcción, etc., reglas todas ellas que, bajo la forma de una normativa general, conviene imponer en beneficio de la colectividad.   Además de las normas relativas a la seguridad en el trabajo, comprende este último tipo de regulación también cuantas cuestiones atañen a los difíciles problemas relativos a la creación de un marco de relaciones que adecuadamente garanticen la defensa de la competencia, así como cuanto integra la legislación mercantil, temas a los que en el capítulo precedente, hemos hecho debida referencia..

 

Hasta ahora, el órgano legislativo se ha visto obligado a delegar el tratamiento de todas estas materias en otras instituciones, al no disponer de tiempo para prestar debida atención a todo el conjunto de problemas técnicos que normalmente se hallan implicados, con lo que han pasado a depender de un conjunto de departamentos burocráticos u otro tipo de organizaciones especialmente establecidas al efecto.   Cabe preguntar si una cámara legislativa que se encuentre presionada por los acuciantes problemas que a diario plantea la tarea de gobernar puede realmente dedicar la necesaria atención a todas estas materias, que no son de índole meramente administrativa, sino de carácter estrictamente legal.  Al quedar la decisión de las mismas en manos de los estamentos burocráticos, ábreseles a éstos la posibilidad de asumir potestades de tipo discrecional y arbitrario.  Ninguna razón intrínseca se opone a que, cual acontecía en Gran Bretaña antes de 1941, las aludidas materias sean reguladas sobre la base de una normativa general. En vez de resignarnos a aceptar el personal criterio de un conjunto de funcionarios ávidos de poder, sería mucho más aconsejable que todos estos problemas quedaran encomendados al órgano legislativo.  Gran parte del actual incontrolable nivel de poder burocrático deriva, sin duda, de las sucesivas delegaciones de poder acordadas por las cámaras legislativas.

 

Aunque el problema relativo a si la asamblea legislativa llegaría o no a carecer de un suficiente nivel de ocupación no es cuestión que personalmente me preocupe en  exceso, quiero añadir que, en mi opinión, constituiría incluso factor positivo el que un seleccionado grupo de hombres y mujeres dispusieran de sosiego para reflexionar desapasionadamente sobre las cuestiones relativas al gobierno del país durante algún período de su vida, que, libres de la necesidad de resolver tarea coyuntural alguna, pudieran dichas personas ocuparse de la promoción de cualquier finalidad que consideraran meritoria.  La  existencia de gentes que, a nivel público, dispusieran del necesario tiempo libre para expresar criterios y desarrollar nuevas iniciativas garantizaría que, en el ámbito social, fueran surgiendo los nuevos ideales. No fue otra la función en el pasado cubierta por  quienes gozaban de una cierta independencia económica. Estimo, sin embargo, que aunque la aludida necesidad justifica la existencia de estos seres ociosos, no parece razonable que las correspondientes oportunidades sean únicamente reservadas a los más pudientes. Si quienes han recibido de sus contemporáneos la mayor muestra posible de confianza pudiesen dedicar buena parte de su vida a la potenciación de los fines que personalmente juzgaran más meritorios, seguramente lograrían contribuir a la creación y desarrollo de ese  “Sector voluntario “ que tan eficazmente evita que el gobierno reúna un excesivo poder.  Por todo ello, aunque ser miembro de una legislatura no implica gran carga de trabajo, dicha posición debería estar  siempre adornada de la mayor dignidad social, a fin de que, en ciertos aspectos,  los miembros del aludido órgano democrático pudieran desempeñar ese papel de honoratiores (para utilizar la expresión introducida por Max Weber), figuras que, incorporadas a la vida pública y sin compromiso alguno con cualquier partido, desarrollarían un papel destacado en lo referente a ese conjunto de voluntarias iniciativas.

 

Para volver de nuevo al análisis de la función que fundamentalmente correspondería a los nomothetae, cabe pensar que quizá no fuera su insuficiente nivel de ocupación lo que debería preocuparnos, sino la falta de incentivo para que los interesados cumplimentaran debidamente las correspondientes tareas.  Cabe incluso plantearse la posibilidad de si su misma independencia pudiera constituir factor que los inclinase hacia la excesiva holganza.  No parece, desde luego, probable que personas de tan altas virtudes y cuya destacada posición derivaría de su buena reputación una vez elegidas de manera prácticamente inamovible para la función pública por un período de quince años, fueran a descuidar de manera notable el cumplimiento de su deber.

 

Ello no obstante, cabe tomar precauciones contra tal eventualidad, adoptando al efecto fórmulas similares a las hoy aplicadas a la profesión judicial. Aunque los miembros de la asamblea legislativa deberían siempre quedar a salvo de injerencias por parte de los estamentos gubernamentales, su comportamiento podría ser supervisado por un Senado integrado por ex–miembros del órgano legislativo dotaos de facultades para separar de sus cargos a quienes de manera evidente hubieran descuidado el cumplimiento de sus deberes. Correspondería a ese mismo colectivo la responsabilidad de asignar destino burocrático a aquellos miembros que, por edad,  hubieran de abandonar reglamentariamente su escaño, destinos que incluirían desde la Presidencia del Tribunal Constitucional hasta el simple asesoramiento de los órganos judiciales en inferior jurisdicción.

 

Debería nuestra hipotética Constitución contener también adecuadas salvaguardias contra la posibilidad de que la asamblea legislativa se negase a desarrollar las labores a ella encomendadas. A tal efecto debería quedar constitucionalmente establecido que, aun cuando correspondiera exclusivamente a dicha asamblea la facultad de dictar las normas generales de conducta, tal función podría temporalmente recaer de nuevo en el ámbito de la asamblea gubernamental, si la primera de dichas instituciones no respondiera, en plazo razonable, a la petición de la otra cámara en el sentido de que se procediese a legislar en torno a cualquier concreta materia.

 

Aunque en cuanto al contenido de ese ensayo importa fundamentalmente examinar el principio general implicado en el modelo constitucional sugerido, el método de representación por grupos de edad propuesto para la asamblea legislativa ofrece tal elevado número de posibilidades en relación al desarrollo de las instituciones democráticas que entiendo conviene prestar al tema mayor atención.  El que los miembros de cada grupo tuvieran conciencia de que algún día recaería sobre ellos la trascendental tarea de legislar seguramente les induciría a formar asociaciones locales integradas por gentes de la misma edad.  Habida cuenta de las ventajas que ello reportaría en cuanto a facilitar una más adecuada preparación de los candidatos, la mencionada  tendencia debería merecer incluso el apoyo del gobierno, por lo menos en cuanto a proporcionarles adecuados lugares de reunión, así como los medios materiales que les permitan  mantener contacto con grupos similares situados en otras regiones del país.  La existencia de una sola asociación oficialmente respaldada en cada localidad contribuiría, por otra parte, a evitar la influencia en ellas de los diferentes credos políticos.

 

Podrían las mismas ser organizadas al finalizar los ciudadanos su período de formación elemental, o bien cuando, a los dieciocho años, pudieran legalmente acceder a la vida pública.  El esquema sugerido resultaría seguramente más atractivo si se permitiera que a los varones de cada grupo de edad se incorporaran mujeres un par de años más jóvenes, extremo que sin discriminación cabría materializar permitiendo que varones y hembras libremente pudieran elegir entre ingresar en una asociación en proceso de formación o en alguna de las establecidas dos o tres años atrás.  E s lo más probable que los varones prefieran, en general, incorporarse a asociaciones en proceso de formación, mientras que las mujeres seguramente optarían por adscribirse a alguna de las leyes existentes.  Por supuesto que quien optase por su incorporación a un  colectivo de superior edad quedaría indisoluble unido al mismo, por  lo que intervendría en el proceso electoral y sería elegible delegado o representante con anterioridad a la fecha que normalmente le hubiese correspondido por su edad.

 

Al integrar de tal manera a contemporáneos de diversos estamentos sociales –gentes que, hoy dispersas, en el pasado compartieron los mismos centros de educación ( y quizá también el mismo período de entrenamiento militar)-, estas agrupaciones lograrían establecer lazos verdaderamente democráticos que, salvando las distancias sociales,  en todos incentivarían el interés por las instituciones públicas y formarían en el adecuado eso del método parlamentario. Constituirían las mismas, asimismo, vehículo de expresión para las posiblemente discrepantes opiniones de quienes todavía no estuvieran representados en la asamblea legislativa.  Y si, ocasionalmente, dichas agrupaciones se transformaran en tribunas donde los partidos políticos pudieran debatir sus diversas opciones políticas, obtendríase, como supletoria ventaja, el que los partidarios  de una y otra inclinación se vieran obligados a debatir entre si los más fundamentales problemas involucrados, con lo que cobrarían todos conciencia de su futura responsabilidad como vehículos de expresión de los puntos de vista de su propia generación, al tiempo que se prepararían para el adecuado ejercicio de la función pública.

 

Sería también aconsejable que los miembros de las citadas asociaciones quedaran autorizados a participar como observadores en las actividades desarrolladas por similares grupos en otras zonas del país, y si tales reuniones se celebrasen de manera regular y tuvieran lugar en fechas y lugares determinados (cual sucede hoy con las reuniones organizadas por los clubs de rotarios y otras asociaciones similares), podría llegar a ser las mismas nexo importante entre las diversas zonas.  En otros muchos aspectos, por último se convertirían en adecuado medio de interconexión social, especialmente en lo que respecta al entorno urbano, con lo que contribuirían también a reducir las diferencias de tipo ocupacional o estamentario.

 

Él rotativo desempeño de la presidencia de las aludidas asociaciones depararía a sus miembros la oportunidad de evaluar las cualidades personales de los candidatos a delegado o representante. Por esta vía, sus conocimientos personales alcanzarían incluso a quienes compitiesen en las votaciones secundarias, en el supuesto de que se recurriese a dicho sistema de elección directa.  Quienes finalmente resulten designados delegados podrían, a partir del momento, actuar no sólo como presidentes de las agrupaciones de referencia, sino también como portavoces oficiales de las mismas, con lo que se convertirían en una especie de  ombudsmen” honorarios que velarían por la defensa de los intereses de su grupo de edad, lo que induciría a todos a poner aún mayor cuidado en la selección de candidatos verdaderamente merecedores del nivel de confianza en ellos depositado.

 

Aunque, una vez designados los correspondientes representantes, las tareas que a estas asociaciones correspondería desarrollar serían prácticamente nulas, podrían subsistir como centros de interconexión social.  Cabría también recurrir a ellas para la parcial o total renovación de los miembros de la asamblea legislativa cuando, por fallecimiento o incapacidad de alguno de ellos, su número disminuyera por debajo de lo establecido, con lo que cada uno de los grupos de edad  en la sociedad integrados estaría en todo momento debidamente representado.

 

La Asamblea Gubernamental

 

Poca atención será necesario dedicar al examen de la segunda de las asambleas antes aludidas –la que denominamos gubernamental-, puesto que, por lo que a ella respecta pueden servirnos de referencia los actuales cuerpos parlamentario cuya estructura fundamentalmente deriva de la específica necesidad de garantizar el adecuado desarrollo de la función de gobierno.  Ninguna razón desaconseja que su composición dependa de la periódica reelección de la totalidad de los diputados, o que sus decisiones fundamentales se produzcan en el ámbito de un comité ejecutivo que actúe en nombre de la mayoría.  Dicho comité sería el  “órgano de gobierno” propiamente dicho, quedando su actuación sometida al control y crítica de la oposición que, en todo momento, podría sugerir alguna solución alternativa.  En cuanto a los diversos problemas relativos a la mecánica electoral, duración del mandato y otros similares, son a los mismos aplicables argumentos parecidos a los hoy bien conocidos, por lo que no parece necesario que,  en el contexto actual, debamos ocuparnos más extensamente de tales temas.  En el esquema contemplado, debería otorgarse mayor peso al a conveniencia de disponer de una mayoría capaz de gobernar que a que la cámara recogiera fidedignamente la influencia de los diferentes intereses en juego.  A mi modo de ver, tal realidad debe inclinar aún más la balanza en desfavor de la representación proporcional.

 

La única diferencia fundamental a destacar entre la asamblea gubernamental contemplada por nuestro modelo institucional y los actuales órganos parlamentarios haría referencia al hecho de que, en nuestro supuesto, cualquier decisión quedaría sometida en todo momento a lo dispuesto por las normas de conducta establecidas por la asamblea legislativa, sin que a este proceso, el gobierno pudiera obligar al ciudadano a hacer nada que no quedara enmarcado en dicho esquema normativo. Ahora bien, dentro de los límites aludidos, dispondría éste de plena libertad para desarrollar la gestión pública, así como para decidir sobre la orientación que conviniera dar al empleo de los recursos materiales y humanos que a su control estuvieran sometidos.

 

Quizá fuera conveniente plantearse de nuevo la cuestión de si, en relación con la elección de los miembros de la asamblea gubernamental, no sería aún fundamentalmente aconsejable que –según reza un viejo principio político- se apartase del citado proceso a cuantas personas ostentaran cargo público o fuesen destinatarias de algún tipo de ayuda o prestación por parte del gobierno. Tal exclusión no estaría, desde luego, justificada en el caso de una asamblea representativa sólo dedicada a establecer las oportunas normas de comportamiento, puesto que el funcionario o pensionista pueden, sin duda, como cualquier otro ciudadano, tener formada opinión acerca de lo que, en el ámbito social, sea justo o injusto.  No parece justificado, por otra parte, pretender negar a dichas personas un derecho, sin embargo, reconocido a gentes menos informadas o preparadas.  Ahora bien, la cuestión es totalmente diferente cuando lo que la asamblea pretende plasmar no es una opinión acerca de lo que es justo, sino el logro de algún concreto resultado, supuesto bajo el cual no parece lógico que la labor de materializar la correspondiente política de gobierno  quede encomendada a quienes, sin contribuir al correspondiente gasto,  reciban del sector público alguna ayuda, al igual que no lo sería el que dichas personas gozaran de derechos similares a los restantes ciudadanos. Que el funcionario, el receptor de haberes pasivos o el parado puedan, por la vía electoral,  decidir a cerca de cuáles hayan de ser las cantidades que, del bolsillo ajeno, deban serles entregadas, así como que el político pueda cortejar el voto de dichos electores asumiendo el compromiso de incrementar por la vía política los sueldos o subsidios a ellos destinados, no parecen, desde luego, posturas razonables.  Como no lo sería el que el empleado público pudiera opinar en cuanto a la conveniencia de llevar adelante proyectos que el mismo hubiera elaborado, o que quienes se hallen sujetos a las órdenes de la asamblea gubernamental puedan participar en las decisiones que establezcan el contenido de las mismas.

 

Aunque en todo momento desarrollara el gobierno su actividad dentro del marco de una normativa legal que no estuviera en su mano alterar, no por ello dejaría de tener un importante papel.  Porque, aunque no lo estuviera permitido discriminar en cuanto a la prestación de aquellos servicios de cuya materialización se le hubiera hecho responsable, la selección de los mismos y la mecánica según la cual deberían ser facilitados a la sociedad seguirían otorgándole una considerable cuota de poder que sólo tendría por límite la exclusión del empleo de la coerción o de cualquier otro tipo de discriminatorio trato con relación al ciudadano.  Y aunque, en cuanto a la mecánica recaudatoria, el gobierno se vería obligado a mantenerse siempre dentro de determinados límites, sólo de manera indirecta quedarían afectados tanto el volumen total de los recursos a tales menesteres dedicados como el destino que a los mismos deberá corresponder.

 

El  Tribunal  Constitucional

 

Todo el dispositivo institucional antes descrito descansa en el supuesto de que resulte posible establecer una  suficientemente nítida distinción entre las normas de conducta cuya paternidad debe corresponder a la asamblea legislativa  -normas que en igual medida deben obligar al gobierno y al ciudadano- y aquellas otras que se refieren al mero ejercicio de la función pública, normas estas últimas que, siempre dentro de los límites establecidos por la ley, deben emanar de la asamblea gubernamental..  Aunque, a lo largo de estas páginas hemos intentado dejar claramente establecidos los principios que justifican la existencia de tal distinción, y aunque la cláusula fundamental del correspondiente documento constitucional intentaría definir debidamente aquello que debiera ser conceptuado ley (en el sentido de norma de recto comportamiento), no dejarían de surgir en la práctica problemas cuyas múltiples implicaciones sólo cabría resolver a través del continuo esfuerzo desarrollado por algún tribunal especializado. Los problemas de referencia surgirían fundamentalmente como conflictos de competencia entre una y otra de  las antes aludidas asambleas y, en general, derivarían del hecho de que una de ellas cuestionara la validez de lo que la otra hubiera establecido.

 

Para que ese superior tribunal quedara dotado de la necesaria autoridad –habida cuenta de las especiales condiciones que sus miembros habrían de reunir-, sería aconsejable atribuirle la categoría de Tribunal Constitucional.  También sería conveniente que, además de jueces profesionales, integrasen el mismo número de ex-miembros de la asamblea legislativa, y quizá también algunos de la gubernamental.  A medida que el citado tribunal fuese elaborado el correspondiente cuerpo doctrinal, debería en todo momento verse limitado por sus propias anteriores decisiones, así como obligado a someter su actuación a algún procedimiento previamente establecido por la Constitución en aquellos casos en los que sus miembros estimaban necesario rectificar posturas asumidas en anteriores  sentencias.

 

El único otro aspecto que en relación con este tribunal conviene destacar es que, frecuentemente, su fallo no constituiría en decidir si compete a una  u otra de las asambleas adoptar algún específico  comportamiento, sino en garantizar que nadie pueda introducir determinados comportamientos de tipo coercitivo.  Salvo en situaciones de emergencia nacional –supuesto que más adelante procederemos a analizar-, tal salvedad abarcaría cualquier medida que no quedara amparada, sea por las tradicionales normas de conducta, sea por aquellas otras que explícitamente hubiera establecido la asamblea legislativa.

 

El propuesto esquema suscitará también multitud de problemas relativos a la administración de justicia y a la organización del aparato judicial. Y aunque parece que debe corresponder al gobierno esta función de indudable contenido organizativo, otorgarle la plena responsabilidad de la misma podría  condicionar la imprescindible independencia judicial.  La designación y promoción de jueces, por tal razón, quizá debiera quedar reservada al comité de antiguos miembros de la asamblea legislativa, órgano al que ya se ha hecho referencia con anterioridad.  La independencia de los jueces podría quedar, por otra parte, en mayor medida garantizada si su remuneración se estableciera de modo similar a lo que para los miembros de la asamblea legislativa se ha sugerido, es decir, equiparándola a determinado porcentaje del ingreso medio correspondiente a los más destacados cargos públicos.

 

De especie muy diferente es el problema relativo a la concreta organización de los tribunales, al control de su personal auxiliar y a la provisión de sus correspondientes necesidades materiales.  Aunque las decisiones sobre estas cuestiones más bien parece deban  corresponder al gobierno, fundadas razones aconsejan abordar el tema con análoga cautela con la que la tradición anglosajona siempre ha contemplado la existencia de un Ministerio de Justicia al que se pretendiera atribuir la responsabilidad de las citadas materias.  Cabe por lo menos reflexionar en torno a sí no sería más prudente confiar esta tarea –que evidentemente no cabe encomendar a la asamblea legislativa- al ya mencionado comité de ex miembros de la misma que se convertirían así en los organizadores de este tercer poder (el judicial) a cuyo efecto dispondrían el control de los medios materiales que el gobierno considerara conveniente reservarles.

 

Todas estas materias están  íntimamente relacionadas con otro problema fundamental y delicado que hasta ahora no hemos podido abordar y al que aquí sólo podemos hacer breve referencia.   Se trata del problema de establecer a quien debe corresponder la responsabilidad del Derecho Procesal, especialidad jurídica que, desde luego, nada tiene que ver con el derecho propiamente dicho.  Como cualquier otra norma subsidiaria relacionada con la aplicación de la justicia, la mencionada función debería, en general depender de la asamblea legislativa, si bien ciertos detalles organizativos –hoy regulados por normas de procedimientos- podrían en nuestro teórico modelo, depender de la institución especial arriba sugerida, o bien de la asamblea gubernamental.  Son éstas cuestiones de carácter técnico a las que, en el contexto del presente estudio, no cabe prestar mayor atención.

 

La Estructura General del Esquema Autoritario

 

No cabe confundir las  funciones propias de la asamblea legislativa con aquellas otras que corresponden a un asamblea a la que le haya sido atribuida la responsabilidad de garantizar la vigencia o reforma de la Constitución.  Los cometidos de uno y de otro órgano son, en efecto, de índole totalmente dispar.  Estrictamente hablando, la Constitución debe sólo abarcar un conjunto de normas de tipo organizativo y afectar únicamente al derecho sustantivo (entendido éste como conjunto de normas generales de  comportamiento) a través de la estipulación de los tributos generales que a las leyes deben corresponder al objeto de que el gobierno pueda legítimamente exigir su cumplimiento.

 

Pero, aunque corresponde a la Constitución establecer aquello que debe ser considerado ley sustantiva –a fin de poder así limitar y especificar los poderes que a las diversas instituciones que integran la organización por ella amparada deban corresponder-, deberá dejar el desarrollo de la misma a los poderes legislativo y judicial.  L a Constitución intenta establecer una superestructura a cuyo amparo quede debidamente regulada  la constante evolución del existente esquema legal, eliminando toda confusión entre la competencia que al gobierno debe ser atribuida en orden a que el mismo pueda imponer el cumplimiento de las normas sobre las que el orden espontáneo general descansa y aquella otra relativa al concreto empleo de los medios materiales que le hayan sido confiados al objeto de que pueda dedicarse adecuadamente a la prestación de determinados servicios encaminados a la satisfacción de específicas necesidades de carácter individual o colectivo.

 

No conviene aquí abordar la discusión relativa a cuál sea el procedimiento que más eficazmente permita proceder a la elaboración o reforma de la Constitución.  Ahora bien, cabe clarificar la relación existente entre la  institución que de ello se ocupa y aquellas otras que hayan sido establecidas por la propia Constitución, en la medida en que  se advierta que el orden aquí apuntado pretende reemplazar por un modelo de triple rango al  actual esquema de división del poder.  Aunque la Constitución asigne y delimite el ámbito del poder, nunca procede a establecer en que forma deba ser éste utilizado.  En el modelo aquí sugerido, el derecho sustantivo, entendido como conjunto de normas generales de comportamiento, sería desarrollado por la asamblea legislativa, cuyas facultades no tendrían otra frontera que la establecida por los preceptos constitucionales definidores de los atributos que a las citadas normas generales deben corresponder para que a todos legítimamente obliguen.  Por su parte, el comportamiento tanto de la asamblea gubernamental como el propio gobierno como órgano ejecutivo de aquella quedaría en todo momento limitado no sólo por las normas constitucionales, sino también  por las generales establecidas o refrendadas por la asamblea legislativa. No otra cosa constituye la esencia del Estado de Derecho. Y el gobierno, claro está, como órgano ejecutivo de la asamblea gubernamental, estaría también limitado en cuanto a su comportamiento por las decisiones que esta última considera oportuno adoptar, por lo que sus atribuciones podrían ser concebidas como de cuarto rango.  El aparato administrativo, finalmente, constituiría el quinto.

 

Si alguien suscitara el interrogante relativo a dónde, en el expuesto esquema, radicaría la “soberanía” de la nación,  habría que señalar que en ninguno de ellos, a menos que la misma se hallara transitoriamente incorporada a la asamblea dedicada a la elaboración o reforma de la Constitución.  Puesto que el gobierno constitucional es, por definición, gobierno limitado, no puede existir en tal supuesto órgano alguno que pueda ser considerado soberano, si por soberanía se entiende que algún ente social disponga de poderes de tipo ilimitado.  Hemos señalado ya que la idea según la cual ha de existir necesariamente un poder supremo e ilimitado constituye simple superstición derivada del erróneo supuesto según el cual las leyes emanan siempre de las decisiones de algún concreto órgano legislativo. El gobierno nunca surge en el vacío legal, nace al amparo de la esperanza sentida por las gentes de que se ocupará de imponer aquellas opiniones que, en general, los ciudadanos consideran adecuadas en cuanto a lo que procede considerar justo o injusto.

 

Cabe advertir que el orden jerárquico de los distintos elementos integrantes del poder guarda cierta relación en el período que cada uno de ellos contempla.  Idealmente, aunque, por supuesto, por ser obra humana, acabará presentando desviaciones que será conveniente corregir mediante la introducción de las necesarias enmiendas.  En cuanto al derecho sustantivo, aun cuando éste deba contemplar también un período de tiempo indefinido, deberá ser constantemente desarrollado y modificado, habida cuenta de que los problemas que el poder judicial, sobre la base de la legislación  existente, es incapaz de resolver. Por último, la administración de aquellos recursos materiales que para asegurar el adecuado servicio de las gentes queden confiados al gobierno implica por naturaleza, la toma de decisiones a corto plazo.  Será necesario, en efecto, satisfacer las correspondientes necesidades concretas a medida que vayan surgiendo.  Nunca deberá el gobierno, sin embargo,  como ofertante de tales servicios, hacer uso de otros elementos humanos o materiales que aquellos que para el apuntado fin se hayan sido confiados.

 

Los Poderes  de  Excepción

 

Aun cuando el principio según el cual el empleo del poder coercitivo por parte del gobierno debe siempre quedar limitado a la labor de garantizar el cumplimiento de las normas generales de recta conducta (sin que en ningún caso pueda el mismo ser utilizado para satisfacer fin particular alguno) sea condición esencial al adecuado funcionamiento de la sociedad libre, puede resultar necesario abandonarlo en determinada ocasiones en la medida en que la propia existencia de la sociedad se vea amenazada.  Aunque es indudable que, normalmente ocupándose meramente de la persecución de sus propios fines es como, surgen a veces excepcionales circunstancias que obligan a atribuir especial prioridad a la defensa del orden global, lo que –a nivel local o nacional- puede exigir la transitoria transformación del orden espontáneo en una organización.  Cuando alguna amenaza exterior, acto de rebelión interna u otro tipo de situación violenta amenaza a la sociedad, o bien cuando algún catastrófico acontecimiento requiere una reacción inmediata y el empleo de cuantos recursos haya disponibles, deberá otorgarse a alguien esas facultades que sólo al orden organizado corresponden y que normalmente nadie detenta.  Al igual que acontece con el animal que huye de alguna amenaza mortal, también la sociedad, al objeto de evitar su destrucción, puede, en ocasiones, verse obligada a suspender temporalmente el ejercicio de ciertas funciones que, a largo plazo, son, sin embargo, esenciales a su existencia.

 

Concretar las condiciones en las cuales resulta posible otorgar dichos poderes especiales sin riesgo de que,  normalizada la situación, quienes lo detentan no pretendan seguir haciendo uso de ellos constituye uno de los aspectos más delicados y cruciales del orden constitucional.  Históricamente las situaciones de “excepción” han servido siempre de excusas para conculcar la libertad individual.  Suspendidas sus salvaguardias, quienes disfrutan de los poderes de excepción pueden con relativa facilidad justificar la persistencia de la correspondiente emergencia.  Si cualquier necesidad sentida por cualquier grupo con peso político suficiente justifica la sunción de poderes de tipo dictatorial, no habría necesidad a la que no quepa atribuir el aludido calificativo.  Con razón se ha afirmado que quienes están en situación de proclamar el estado de excepción y de suspender las garantías constitucionales son quienes verdaderamente ostentan el poder soberano.  Si, recurriendo al subrefugio de proclamar al estado de emergencia, cualquier ciudadano u organización puede demandar para sí tal tipo de poderes, será inevitable la reiterada presencia de situaciones de esta especie.

 

Ahora bien, ninguna razón existe para que la organización responsable de declarar el estado de “excepción” deba ser la misma que reciba esas especiales facultades.  Las salvaguardias contra el abuso del poder de excepción giran en torno al principio de que el órgano capacitado para declarar el estado de emergencia renuncie, en el momento de hacerlo, a toda otra potestad, conversado únicamente la de poder revocar, cuando lo estime oportuno, los especiales poderes que a otros hayan sido conferidos.  En el modelo constitucional sugerido, la asamblea legislativa no sólo podrá delegar en el gobierno algunas de sus facultades, sino incluso conferirle también otras que, en condiciones normales, nadie debe detentar.  Existiría, a tal objeto, en la asamblea legislativa, una institución, en todo momento en que la asamblea pudiera de nuevo reunirse al ficos poderes de carácter transitorio y sólo eficaces hasta el momento en que la asamblea pudiera de nuevo reunirse  al objeto de decidir en cuanto a la envergadura y extensión temporal de los mismos. Si el pleno del citado órgano confirmara  el estado de excepción, el gobierno podría adoptar, a partir de tal momento, y siempre dentro de los límites establecidos, cuantas medidas considerara oportunas, al tiempo que quedaría facultado para imponer sobre determinadas personas la asunción de concretos tipos de comportamiento, atribuciones todas ellas que, en circunstancias normales, nadie debe poseer.  La asamblea legislativa, sin embargo, en cualquier momento podría revocar o limitar los citados poderes, confirmando o derogando, concluida la situación de excepción, las medidas por el gobierno adoptadas.  Corresponderíales igualmente la responsabilidad de asignar las oportunas indemnizaciones a quienes por el interés general, se hubieran visto obligados a someter sus conductas a ese especial régimen de excepción.

 

Otra  dificultad que toda Constitución debe prever es la existencia en sus propios esquemas de determinadas lagunas.  Derivan de ello problemas de autoridad que la normativa constitucional es incapaz de resolver.  En éste un extremo cuya incidencia no cabe por completo descartar por mucho que se cuide la elaboración de los textos constitucionales. Tales vacíos legales pueden exigir, en ocasiones, inmediata respuesta por parte de la autoridad, ya que, de otra manera, puede quedar negativamente afectada toda la capacidad decisoria del órgano de gobierno.  Ahora bien, aunque alguna institución deba poder resolver las apuntadas deficiencias (mediante la adopción de las oportunas medidas ad hoc), las correspondientes soluciones deberán gozar sólo de validez hasta que la asamblea legislativa, el Tribunal Constitucional, o el habitual proceso de reforma legal por  la vía de una adecuada regulación.  Hasta tal momento, bien podría ser el Jefe del Estado –figura cuyas atribuciones, en circunstancias normales, quedarían limitadas al ejercicio de funciones meramente protocolarias- quien se ocupara de colmar tales lagunas, tomando al objeto las oportunas decisiones, que siempre deberían ser de carácter transitorio.

 

La División del Poder Recaudatorio

 

El ámbito en el cual los esquemas constitucionales antes esbozados implicarían un más drástico alejamiento de la existente realidad sería, sin duda, aquel que hace referencia a la Hacienda pública.  Y es precisamente también en este ámbito en el que mejor cabe sucintamente ilustrar –cual es nuestro deseo- la naturaleza de tal evolución.

 

En torno a estas funciones lo fundamental es advertir que la función recaudadora implica necesariamente el recurso a la coerción, razón por la cual deberá quedar siempre sometida a alguna normativa de tipo general, oportunamente establecida por la asamblea legislativa.  Corresponderá, por el contrario, al gobierno la responsabilidad de determinar el volumen y naturaleza del correspondiente dispendio.  Nuestro esquema  teórico exigiría por lo tanto que la normativa según la cual la carga fiscal hubiera de quedar distribuida entre los distintos ciudadanos dependiera de la asamblea legislativa, mientras que tanto la determinación del volumen total de recursos a utilizar como su específica  gestión serían materias cuya responsabilidad correspondería únicamente a la asamblea gubernamental.

 

Es  muy probable que, en materia de gasto público, nada garantiza más eficazmente un disciplina comportamiento general que el sometimiento de todos a la convicción de que tanto quienes voten a favor de determinado dispendio como quienes en el cargo público les hayan situado se verán obligados a soportar el correspondiente sacrificio, de acuerdo con un previo e inmodificable esquema general.  La introducción de cualquier iniciativa de gasto comporta siempre, en tal supuesto, el correspondiente incremento del esfuerzo fiscal, excepción hecha de aquellos casos en los que quienes de él se benefician pueden ser fácilmente identificados (Aunque no sea posible negar el uso del servicio en cuestión a quienes no estén dispuestos a sufragarlo, condición que necesariamente exige que se recurra a la coactiva obtención de los correspondientes recursos), cual ocurre, por ejemplo, en el caso de los impuestos sobre el uso del automóvil, cuyo correspondiente importe  puede ser dedicado a la construcción y cuidado de las vías de comunicación, o con aquellos otros que afectan el uso de los radiorreceptores, así como en lo que se refiere a otros  diversos tipos de tasas e impuestos cuya recaudación se destina a hacer frente al coste de específicos servicios.  En tales condiciones, nadie se lanzaría a demandar el aumento del gasto público sobre la  base de que la correspondiente carga recayera sobre otros ciudadanos, habida cuenta que todos conocerían de antemano la alícuota del nuevo gasto que inevitablemente sobre ellos recaería.

 

Los actuales esquemas fiscales han sido establecidos al amparo del supuesto de que el proceso recaudatorio desate la menor resistencia posible entre quienes han de soportarlo.  No pretender propiciar la toma de escisiones responsables en materia de gasto público, sino potenciar más bien la idea de que otros serán quienes deban hacer frente a las correspondientes cargas fiscales.  Pártase del supuesto de que en todo momento debe ajustarse el nivel impositivo a las necesidades del gasto, siendo inveterado considerar  que cualquier aumento de éste debe ser resuelto por la vía de proceder al alumbramiento de nuevas fuentes de ingresos.  Bajo tales supuestos, todo incremento del gasto siempre suscita la cuestión de quienes sean los ciudadanos que deban soportarlo.  Teoría y practica fiscal apuntan siempre a que a la carga tributaria pase desapercibida ante quienes, en definitiva, deban hacerle frente.  La enorme complejidad de los modelos esquemas fiscales deriva, sin duda, en buna parte, de ese constante intento de conseguir que el ciudadano entregue un volumen de recursos superior al que en realidad estaría dispuesto a aportar si dispusiese de la pertinente información al respecto.

 

La adecuada distinción entre la legislación relativa a la mecánica según la cual deba llevarse a acabo la distribución de la carga fiscal, por un lado, y el conjunto de decisiones gubernamentales encaminadas a establecer cuál deberá ser el volumen total del gasto, por otro, exige un tan fundamental replanteamiento de los principios fiscales hoy convencionales que la reacción inicial de cualquier experto en la materia será sin duda rechazar por utópicas las sugerencias arriba consignadas.  Ahora bien, sólo un radical y original enfoque de los actuales esquemas tributarios sería capaz de detener la actual tendencia hacia la constante y progresiva ampliación de la parte del producto social cuyo control se encomienda al Estado, tendencia que, de no ser oportunamente detenida acabará entregando toda la actividad social en manos del gobierno.

 

Resulta  evidente que cualquier sistema tributario sujeto a alguna normativa de tipo general es incompatible con la progresividad fiscal.  Ello no obstante, como en otra ocasión ha quedado ya  establecido, conviene dotar de determinada progresividad a los impuestos de tipo directo al objeto de compensar la componente regresiva que los indirectos conllevan.  En esa mi previa referencia a estas cuestiones  hice también alusión a ciertos principios generales cuya aplicación permitirá limitar el esfuerzo fiscal.  Se evitaría con ello que, por la aludida vía,  las mayorías sigan echando el peso principal del esfuerzo fiscal sobre ciertos grupos minoritarios, sin que por ello pudiera la mayoría arbitrar determinadas legítimas ayudas a los estamentos más necesitados.



[1] David  Hume, Essays, Parte II, Essay  XVI, The Idea of a Perfect Commonwealth .  [Tras. Esp. En  Ensayos políticos, Unión Editorial, Madrid, 1975.)

 

 
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